En el ajedrez geopolítico de los minerales críticos, Brasil y Estados Unidos emergen como jugadores improbables pero estratégicos, unidos por la pesada sombra de China.
¿Podrán sellar un acuerdo sobre tierras raras que no sólo diversifique las cadenas de suministro globales, sino que impulse a Brasil hacia una transformación industrial genuina?
La pregunta, planteada en un reciente análisis de Americas Quarterly, resuena en un contexto donde la dependencia de Pekín —que controla el 80% de la producción mundial de tierras raras— se convertió en un talón de Aquiles para la tecnología verde y la defensa occidental.
El punto de partida es innegable: Brasil alberga la segunda mayor reserva probada de tierras raras del planeta, con 21 millones de toneladas, según datos del Servicio Geológico de Estados Unidos (USGS). A esto se suman depósitos significativos de litio en el Valle del Jequitinhonha (Minas Gerais), grafito —segundas reservas globales—, níquel, cobalto, niobio —del que exporta más del 90% de la oferta mundial— y cobre. En un año marcado por amenazas chinas de retener suministros, estos recursos posicionan al gigante sudamericano como un aliado natural para Washington, que busca blindar sus industrias de alta tecnología y defensa ante la volatilidad del Indo-Pacífico.
La coyuntura diplomática favorece el avance. En septiembre de 2025, las tensiones bilaterales —agravadas por disputas comerciales y ambientales— cedieron paso a un diálogo renovado, con las tierras raras como eje central. La visita de alto nivel entre el presidente Donald Trump y su par brasileño, Luiz Inácio Lula da Silva, marcó un giro pragmático.
Pero el hito concreto llegó en noviembre: la Corporación de Financiamiento para el Desarrollo Internacional de EE.UU. (DFC) anunció un préstamo de hasta 465 millones de dólares para la minera Serra Verde, destinada a expandir la mina Pela Ema en Goiás. Este proyecto, enfocado en neodimio, praseodimio, terbio y disprosio —esenciales para imanes en turbinas eólicas y baterías de vehículos eléctricos—, no es solo financiamiento: representa el primer paso tangible hacia joint ventures que podrían reconfigurar la matriz exportadora brasileña.
Sin embargo, el optimismo debe templarse con realismo. Brasil, pese a su riqueza mineral, padece un “síndrome de la banana” moderno: exporta materias primas sin procesar, perpetuando una dependencia tecnológica que frena su desarrollo. La falta de capital y expertise en extracción y refinación —etapas donde China domina— genera un círculo vicioso. Como advierte Fernanda Magnotta, investigadora senior del Centro Brasileño de Relaciones Internacionales (CEBRI) y autora del análisis, “si se maneja mal, esta diplomacia mineral podría repetir los ciclos históricos de exportación cruda y importación de valor agregado, dejando a Brasil al margen de la revolución verde y digital”.
Una ola de desafíos y presiones
Los desafíos son multifacéticos. Geopolíticamente, las tierras raras no son sólo commodities: son el combustible de la supremacía tecnológica. Estados Unidos necesita diversificar, mientras Brasil enfrenta presiones ambientales —la deforestación en la Amazonia complica licencias— y regulatorias. Económicamente, el acuerdo requeriría compromisos más firmes: transferencia de tecnología vía laboratorios conjuntos (como el Ames Lab estadounidense con universidades brasileñas), cofinanciamiento entre el Banco Nacional de Desarrollo (BNDES) y la DFC, y mejoras en infraestructura, desde líneas de transmisión en el norte hasta puertos en Maranhão.
Ambientalmente, el pacto podría alinear estándares ESG mutuos, facilitando exportaciones “verdes” como aluminio bajo en carbono —Brasil ya provee el 60% de las importaciones estadounidenses de alúmina— y cuotas preferenciales en programas como la Inflation Reduction Act.
Las propuestas son ambiciosas pero viables. Un marco ideal incluiría incentivos comerciales: alivio arancelario para acero, aluminio y biocombustibles brasileños, reconocimiento recíproco de certificaciones sostenibles para reducir costos de cumplimiento, y centros de I+D compartidos en refinación, imanes y reciclaje. “Brasil debe negociar en sus términos”, enfatiza Magnotta, “para anclar la producción local y ganar influencia en un mundo que se desacopla de China”. Diálogos recientes en Washington, con participación del Banco Interamericano de Desarrollo (BID), el Departamento de Comercio estadounidense y el Ministerio de Minas y Energía brasileño, ya abordan estos ejes: aceleración de capacidad de procesamiento para Brasil y urgencia en la cadena de suministro para Estados Unidos.
En un horizonte incierto, donde la transición energética acelera y las rivalidades se endurecen, este pacto podría ser un faro. Para Brasil, significaría romper la inercia y posicionarse como hub sudamericano de minerales críticos. Para Estados Unidos, un contrapeso a la hegemonía china sin ceder soberanía. Pero el reloj corre: con inversiones chinas en África y Oceanía ganando terreno, el margen para error es estrecho. Si el acuerdo prospera, 2026 podría ver no sólo minas en marcha, sino una alianza que redefine las relaciones de poder en una nueva era "post-China".
Qué son las tierras raras y para qué sirven
Las tierras raras son 17 elementos químicos (lantánidos + escandio e itrio) con propiedades magnéticas, eléctricas y ópticas únicas, esenciales para la alta tecnología, desde smartphones y vehículos eléctricos hasta turbinas eólicas y equipamiento médico moderno. Se utilizan en imanes potentes (neodimio, disprosio), pantallas (europio, terbio), medicina (gadolinio en RMN, lutecio en tratamientos) y láseres, siendo vitales para la transición energética, aunque su extracción es geopolíticamente sensible, con China actualmente dominando su refinación.
Aunque el nombre de «tierras raras» podría llevar a la conclusión de que se trata de elementos escasos en la corteza terrestre, algunos elementos como el cerio, el itrio y el neodimio son más abundantes. Se las califica de «raras» debido a que es muy poco común encontrarlos en una forma pura, aunque hay depósitos de algunos de ellos en todo el mundo. El término «tierra» no es más que una forma arcaica de referirse a los óxidos presentes en la corteza. Su extracción y procesamiento son complejos y hoy están muy concentrados geográficamente.